Novak Djokovic es el mejor tenista de todos los tiempos quebró el maleficio y conquistó el único logro que le faltaba.
Del llanto desconsolado a las lágrimas de la emoción, el mayor embajador de Los Balcanes lo hizo con la última bala y 16 años después del primer intento.
Para el mejor tenista de todos los tiempos –¿acaso subsiste la discusión? – no es un día ordinario. Acaba de derrotar 7-6 (3) y 7-6 (2) a Carlos Alcaraz, la incipiente leyenda de 21 años, nada menos que en la final olímpica para colgarse la medalla de oro en París 2024. Sí, el único logro que se le negaba, el que le había arrancado las lágrimas más desoladoras durante años de fallidos intentos. La conquista está cristalizada: Djokovic, que acumula todas las proezas del tenis, que ganó 24 trofeos de Grand Slam y terminó por coronarse como el mejor en la era de los mejores, todavía no lo puede creer.
“Se me resistía; conseguí el bronce en mis primeros Juegos y no pude ganar la de oro en los tres siguientes. Estar aquí con 37 años frente a uno de los mejores rivales del mundo, que acaba de ganar Roland Garros, que tiene un tenis de enorme calidad, lo convierte en el mayor éxito de mi carrera”, reflexionó el serbio tras ganar, por lejos, el mejor partido de tenis del año, que se extendió durante casi tres horas en el polvo de ladrillo parisino. Lo hizo dos meses después de una cirugía por el desgarro en el menisco medial de la rodilla derecha que había sufrido en el mismo escenario.
La imagen conmueve. Djokovic no juega por dinero. Ya lo tiene todo. Tampoco lo hace por trofeos: ganó todo cuanto existe en el ecosistema del tenis. Mucho menos por reconocimiento: ¿quién habrá podido refutar, a lo largo de los tiempos, que no hubo ni aparecerá alguien mejor que él? Djokovic, sin embargo, llora. Las emociones lo invaden. Ya lo tenía todo, pero deseaba como nadie la medalla de oro. No por dinero ni por el título per sé. Por su significado, por lo que representa. Por la historia.
Antes de tomar la medalla con sus manos, sin embargo, tomará una determinación que lo define desde su primera gran aparición en las gestas del deporte de las raquetas: flameará la bandera de Serbia, su país, con un orgullo que se le escapará del rostro. No es para menos. Djokovic no es un tenista. Tampoco es sólo el mejor tenista masculino de todas las épocas. Es mucho más: es un embajador. Acaso el más relevante que tendrán Los Balcanes conforme transcurran los tiempos.
“A veces me viene a la cabeza cuando hay fuegos artificiales: todavía escucho ese sonido que me recuerda a las bombas y las granadas. No es muy agradable; persiste un poco de trauma”, rememoraba Djokovic, a principios de este año, en una reveladora declaración en la que decidió resginificar el pasado que lo define.
“Vengo de Serbia, un país devastado por la guerra, y enfrenté mucha adversidad. Hemos pasado por dos guerras durante cuatro años. Ningún atleta serbio podía viajar al extranjero para competir afuera. Fueron tiempos muy desafiantes. Te endurece y pudo haber torcido todo hacia otro rumbo. Me encontré con algunas personas que creyeron en mí: creo que jugar al tenis y lograr grandes cosas forman parte del destino”, recordaba Djokovic.
Sinopsis de la nota de Pablo Amalfitano en Página 12.